TRAS AQUEL CERRO

L´Itinerante.

Mira Juan, ¿ves aquella nube? Esa soy yo, salto ese monte y escapo de este pueblo. Eso decía Carmen, una niña que apenas dejaba la niñez, una niñez que no alcanzaba para ser infancia en un pueblo que no alcanzaba a ser pueblo. Ella llevaba el nombre de su abuela, como su madre, como alguna de sus primas, como seguramente lo llevaría alguna por nacer. Juan, era uno de sus ocho hermanos, el más chico, aquel cómplice de las pueriles confesiones de Carmen, de aquellas sus palabras llenas de inocente fastidio. Ellos, habitantes de un pequeño pueblo encallado  entre tres verdes montes de altitud casi infranqueable. A sus casi diez años, jamás había abandonado su  comunidad, aprendía lo que podía aprender de quien lo podía hacer, su familia ciertamente conocía la vida más allá de esas tres puntiagudas paredes, pero solo para traer de vez en cuando alguna que otra provisión o una que otra cosa que se necesitara, y claro, para la que el presupuesto alcanzara.

Salir de aquel lugar no era una fácil tarea, por ello, ni Carmen ni alguno de los más pequeños eran convocados para tal misión, solo su padre, en ocasiones su madre y a veces los acompañaban uno o dos de los hijos mayores de la familia. Salir de aquel sitio requería subir el monte de menor altitud a través de una empinada brecha siempre llena de nueva maleza, en una perene  época de lluvias se presentaba perpetuamente fangosa. El camino requería de cinco horas de travesía, para evitar el intenso calor de medio día, la ruta se emprendía por la madrugada para llegar al destino al clarear del sol.

Don Evaristo –su padre- le contaba a Carmen que detrás de aquel agreste collado,  había una ciudad mágica, en la que las casas irradiaban tonalidades multicolores, un lugar próspero y lleno de abundancia, con árboles de todo tipo de frutas siempre maduras y dispuestas a ser tomadas por cualquier mano que las alcanzara, almacenes con grandes vitrinas que dejaban ver infinidad de pasteles, dulces y bocadillos, solo hacía falta entrar a cualquiera de estos para llenar las barrigas hasta casi reventar. En este bello sitio, la diversión también era espléndida, diversos espectáculos se montaban en la plaza principal con acrobacias circenses de proezas inenarrables y exóticos animales nunca vistos, al final del día, un festín de fuegos artificiales coronaba cada noche. Un lugar de fantasía del que a Carmen  le hacía tanto bien escuchar.

Con el paso de los años, la imaginación es un bien que se va desgastando, vigas cada vez más endebles, acechadas por la polilla de la realidad y la fatiga de la existencia. Es entonces cuando surgían preguntas incómodas de Carmen a don Evaristo como el por qué entonces no se iban a vivir para aquel utópico lugar, o por qué solo regresaban con las provisiones justas para mal comer cada día. Las respuestas a estas, carecían de ingenio y se limitaba al dicho de don Evaristo que en aquel pueblo no reciben foráneos de forma permanente y que solo se podía comer hasta el hartazgo, pero sin llevar más de lo que cupiera en dos costales de ayate. Absurdas respuestas para infantiles preguntas que nunca satisfacían su ingenua curiosidad.

Una tarde, la pastosa monotonía colmo la cordura de la pequeña y pensó en esa noche huir, escalaría la difícil ladera y por fin sus ojos serían testigos de los escenarios constantemente relatados por los mayores. Eso la lleno de una alegría por ella jamás sentida y un deseo desbordante por que pronto llegara la madrugada.

El día se acababa más lentamente que de costumbre, el regreso de miles de aves comportándose como una sola, con su trinar casi ensordecedor, anunciaba la muerte del día y el nacimiento de la noche; aquel súbito cambio de los sonidos diurnos por los ahogados gritos de insectos nocturnos señalaba el inicio de la partida. Carmen verificó que todas las hamacas estuviesen ocupadas por esos bultos cansados de trabajar o vivir o ambas, observó a cada integrante de su familia con intensa melancolía, como si el viaje fuese eterno y no de un solo día. Cogió su morral y una inseparable muñeca de trapo, con sigilo cerró la puerta que no cooperaba por el oxido de sus bisagras, dejó un suspiro, frunció el ceño y estrechó sus cosas con fuerzas a su regazo.

El final del camino empedrado se encogía súbitamente para convertirse en una brecha que parecía cumplir la labor de ser un letrero que desestimara la salida de aquel lugar; el peralte del trayecto cambió en cuestión de metros, cada paso suponía una mayor dificultad, una ligera, pero constante llovizna caía como casi cada noche. Por cada paso que Carmen daba, sentía que retrocedía el tramo de dos, por lo resbaloso del terreno. Los minutos se fueron convirtiendo en horas, el color del cielo fue mudando al paso del tiempo, en un  sin fin de tonos de negrura, las estrellas eran un espectáculo rara vez visto por las nubes que se estacionaban sempiternas  entre los montes, esa noche no fue la excepción y ninguna lumbrera natural apareció en el firmamento. El frío acariciaba el cuerpo de la infante; hálito congelante del gigante mudo que suponía aquella cuesta.

Los rayos del sol al fin rasgaron el abismo, poco a poco el negro de la hierba se hacía verde, a la par que aquella lejana roca en forma pico que se presentaba en la cima del cerro, era ahora majestuosamente visible y cercana, unos metros más y se completaría la hazaña. La verde maleza era reemplazada ahora por un cúmulo de arena y rocas afiladas, tras esa última roca estaba la fantasía de cientos de historias por la niña escuchadas. Sus ojos se asomaron trémulos e  impacientes a ese nuevo horizonte, pero una imagen distinta a la esperada le era devuelta. A lo lejos, una maltrecha construcción era visible, con un anuncio mal pintado a brocha sobre la pared en el que se leía: “Tienda de abarrotes”, adyacente a este, un anuncio tricolor que recordaba una promesa política de hacía veinte años. No se observaba más.

El desencanto dibujó un nuevo rostro en las facciones de Carmen, el horizonte no era el destino ofertado. Empuñó los ojos en repetidas ocasiones para que los párpados lavaran aquella visión y su lugar se ocupara por el relato real de su padre.  Después de un rato volteó a aquello a lo que le había dado la espalda, la imagen de su pueblo no le pareció la misma desde las alturas, aquellas pequeñas casas y la gente que apenas lucían como hormigas le conmovió, todo lo que conocía y a todos a quienes conocía, juntos, en una pintura al alcance de su mano. Entonces, por un breve instante le pareció ver aquel lugar de ensueño de todos esos cuentos para niños, en el reflejo de su propio pueblo.

Autor: César Augusto Escobar.

Autor: revistailpensiero

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