EL ESPÍRITU DE LA PIEDRA

L´itinerante.

1

Ese día caminaba sin mucho entusiasmo por las calles de la ciudad, el ajetreo de la gente inundaba mi atención, voces entrelazadas que dan el reconocible sonido de la multitud llegaban a mis oídos como un monstruoso ente  de incansable susurrar; el ruido de las máquinas le daba un bajo acompañamiento a esta opaca sinfonía. Escogí un macetero de piedra para descansar y pensar un poco, las hojas que brotaban de este, hacían que mi posición estuviera encorvada, por lo que la sensación de descanso se desvaneció poco a poco. Esta posición que adopte me hizo tomar atención en una extraña figurilla al parecer de piedra, su tamaño no superaba -según mi percepción-, los tres o cuatro centímetros. Me levanté y camine hacia donde estaba el objeto de mi atención a sólo unos pasos de distancia, lo tome del suelo, me pareció que estaba caliente, pero asumí que el sol del día le habría transferido esa temperatura; no obstante lo creí un poco extraño. Examiné la curiosa pieza de estilo prehispánico, pero no recordé que guardara semejanza con alguna otra escultura o imagen que hubiese visto antes; el detalle era asombroso para el tamaño que poseía, alguna vez tuvo color ya que todavía conservaba pobremente vestigios de una tonalidad verdusca, tenía roto el lugar donde debería estar la nariz, a pesar de lo raro de la pequeña efigie, tenía una estructura para ser considerada antropomórfica. La guarde en la bolsa de mi saco, ya había perdido mucho tiempo entre mi inútil descanso y mi banal descubrimiento. Ese día tenía una cita muy importante, en la que se definiría mi situación laboral, al parecer mi jefe no tuvo la suficiente fuerza de despedirme en la oficina y prefirió otorgarme una comida de consolación, simulando en una charla de camaradas un infortunado evento que no me permitiría seguir trabajando con él, al final sólo somos utensilios desechables y rápidamente reemplazables, minúsculos engranes en una maquinaria de perene andar.

2

El viento sopla sobre esas montañas tupidas de vegetación, exhalando esa neblina que cubre el paisaje como un gran ser viviente que respira y echa a vagar los espíritus que nutren el bosque. Las piedras aún no toman la forma del capricho del hombre, y estos aún caminan sin las reglas de la modernidad, andan entre los demás seres vivientes, en veces volando como águilas, en veces cazando como un jaguar; no hay diferencia entre hombres y dioses, la vida se yergue de una forma muy distinta, empero los eventos que acontecen se juzgan por una justicia que rige a través del tiempo, de inamovible esencia, cual serpiente de piel primigenia que en un futuro sólo cambiará en su superficie, pero debajo de ese pellejo, la criatura permanece siendo la misma.

Ha-Rak, es el sonido que evoca el nombre de un ser que es padre de muchos pueblos sin nacer, de aquellas pieles que el sol no ha curtido, ni sueños que el tiempo ha borrado. Él, tiene un hermano nombrado Mi-Koon; ambos fueron paridos con el sacrificio de su madre, en aquel salvaje y sangriento parto. A pesar de ser hermanos, su actuar era opuesto como el día y la noche, como el agua y el  fuego.

3

Miriam se recostó a pensar en la difícil decisión que tendría que tomar, realmente estaba enamorada, no tenía reservas ni dudas en su corazón, pero sabía que ese proceder no agradaría a su familia; pero, ¿Cómo no sucumbir a los encantos de William Collingwood?, él era todo un caballero, además de encantador, romántico y muy atractivo, un digno representante de la Corona inglesa, aunque sus recursos fuesen los de un mendigo. Desde que Miriam lo vio por vez primera, esos ojos azules se le clavaron al pecho; primero pensó que era parte de los convidados al lujoso banquete ofrecido por su padre en conmemoración de su cumpleaños, después se enteró que era el chofer de un invitado, pero que por “suerte” para ella, la urgencia de entrar al baño logró que en esta peripecia de fortunas e infortunios que es la vida, se lo encontrara ese día en el convite. Tras una furtiva mirada de ella y una mueca semejante a una sonrisa por parte de él, se entrelazaron sus dispares mundos. La voz grave de Collingwood, le balbuceo un buenas tardes señorita, encontrando un eco femenino con una risa nerviosa y un subsecuente hola por parte de ella, Cruzaron dos o tres trivialidades con una escusa para continuar una conversación que hubiera parecido momentánea, pero que la atracción la convirtió en una constante en el tiempo subsecuente; un furtivo momento se fue prolongando, condensando un amor no pedido por ninguno; derivando con el pasar del tiempo en una petición de matrimonio. Sólo existía el inconveniente de las disparidades en la economía entre ambos. Miriam, era la única descendiente de una estirpe empresarial que hizo su fortuna con la tala indiscriminada de los bosques tropicales del sur de México; caciques empoderados dueños de grandes regiones y de muchas voluntades, que exigían el servilismo a aquellos descendientes originarios a los cuales no tan sólo se les arrebató  su tierra y sus recursos, sino también su antigua dignidad, forjada en remotas épocas de gloria.

Pensaba en la mejor forma de decirle a su padre que estaba decidida a casarse con William Collingwood, con o sin la anuencia de él o de toda la familia. Observaba ese pequeño cofre repleto de joyas adquiridas o regaladas, golosinas de oro para alguien que la opulencia le dicto su forma de vida. Entre todos aquellos costosos objetos, vio apenas asomado un objeto en apariencia ajeno a todo ese áureo resplandor, lo tomo y se asombró de que aún existiera entre sus cosas. En ese momento le pareció una figurilla de grotesca, horrible apariencia, pero en su niñez era tenido por ella, como un gran tesoro. Lo había encontrado al ser removida esa tierra floja que rodeaba el tallo recién cortado de lo que fue un hermoso árbol de caoba, que en segundos cayó por las mordeduras metálicas de esa herramienta perteneciente a la empresa de su padre. Recordó haberlo asido con infantil curiosidad, intensificado su descubrimiento por el cristal que da la niñez temprana. Se remontó a ese momento en el que limpio las comisuras del objeto, llenas de tierra caliente de aquel lugar, le buscó algún aspecto familiar, reconocible, pero no creía encontrar parecido alguno en su faz, seguro, -pensó ella-, será el descubrimiento del siglo. Su mente en ese momento comenzó a fantasear con situaciones que a esa temprana edad parecen fácilmente posibles. Corrió a ver a su mamá a mostrarle su “asombroso descubrimiento”, pero encontró en ella un ceño fruncido, y una mueca repulsiva ocasionada por ver sus manos llenas de esa sucia tierra, (por su madre así llamada); de su descubrimiento sólo obtuvo como distinción la frase: “que horrible piedra, tírala al momento, debe de estar llena de hongos o bichos”. En su memoria se refresco ese antaño acto de crueldad, martilló fuertemente en su cabeza, desencadenando una serie de hechos que acrecentaron su rencor jamás olvidado. Esos sentimientos por tanto tiempo reprimidos llegaron a ese punto álgido, empuñó con furia esa figura que detonó su estado de ánimo y caminó hacia la puerta, ahora pudo ver con claridad la solución a todos sus problemas…

1

-Cristian, ¿cómo estás? –Me saludo mi jefe con una aparente y genuina sonrisa-.

-Bien, -respondí con el mismo entusiasmo, pero a sabiendas que en mi, había una máscara de hipocresía en tan cortés saludo.

-¿Por qué no pasamos al restaurante? –Señaló mi jefe-, claro –contesté pensando lo estúpido de las preguntas y respuestas y su simplismo retórico-.

Mi jefe era una persona de mediana edad, treinta y siete, quizás cuarenta años, lo cierto es que era por mucho, más joven que yo; él había adquirido el puesto por recomendaciones de su padre, (un respetable y bien acomodado señor, amigo de uno de los socios dueños de la empresa. -Don William, un señor que cualquiera podría señalar de encantador-), de él heredo dos cosas esos ojos de intenso azul y el apellido de origen inglés, Collingwood, con el que tome tiempo en familiarizarme, provocando en su persona un lastimero desdén por mi escasa pericia al pronunciarlo. Era de tez más bien pálida, cabello castaño claro, y un amante (según decía) de México y su cultura; una muestra del sincretismo cultural metido con calzador. Su español era perfecto, inclusive indistinguible de cualquier persona arrancada de la zona más brava de la ciudad.

Nos sentamos a la mesa de ese no realmente ostentoso lugar.

–Anda, pide lo que quieras –me  dijo-, no tengo hambre –fue mi mecánica respuesta-. No por qué esto reflejara mi sentir, sino por qué no me interesaba postergar el trabajo de la daga que pendía sobre mí

-Sabes, no van muy bien las cosas en la empresa –me dijo cambiando súbitamente su alegre semblante, por su ya ensayado gesto de preocupación.

-Lo sé –respondí, pensando en mis adentros, lo difícil que irían las cosas y aún así no prescindir de un reloj que veía en su mano puesto,  que costaría al menos cinco meses de mi salario-.

-En la empresa te guardamos mucho aprecio por todo este tiempo y trabajo que has brindado –continúo con su discurso de amortización-; pero tenemos que ser sinceros contigo (siempre la culpa diluida en plural es menor). Vamos a tener que dejarte ir. En mi mente no había algo claro, aunque sabía el fin de la reunión, a partir de ese momento, escuché un zumbido y sólo veía el mover de su boca, hablando, dando explicaciones, con las cejas  denotando tristeza y a veces una sonrisa delatora, hasta que finalmente vi frente a mí una pluma negra, de esas que llevan el nombre de una famosa montaña en los Alpes de Europa. Subo la vista y viendo sus ojos azules escucho la frase: sólo necesito que me firmes estos papeles. Creo que en un acto de sumisión o dignidad rebelde (como quiera verse), acto reflejo sería lo más acertado; tomé la pluma y busqué el lugar donde dice mi nombre, sin siquiera leer las condiciones propuestas por aquel documento, empiezo a garabatear una inicial que no corresponde a la mía, mi mano continúa moviéndose como si no tuviera relación con mi mente, como un ser ajeno a mí que se mueve por cuenta propia, el momento dura sólo unos segundos; regreso de mi momentáneo escape y puedo leer un nombre: Miriam Mendoza.

-¿Pero quién demonios era Miriam Mendoza? –Pensé, regresando de ese efímero abandono-. Subí la mirada para encontrar los ojos llenos de un terror desconcertante en la acuosa mirada de Sebastián Colligwood.

Sebastián Conllingwood en un arrebatado movimiento, tomó el documento que había firmado de manera equívoca y se levantó sin mediar palabra.

-Sebastián, -le grite- no sé lo que ocurrió, ni siquiera sé por qué escribí ese nombre. No hubo una respuesta por parte de él, sólo un inaudible y atorado murmullo. Corrí tras él, tratando de explicar un evento inexplicable, pero no obtuve alguna respuesta de mi visiblemente perturbado acompañante. Me resigné y le dije: tu pluma. Volteó la asió y dejo el lugar.

Regresé a la mesa pensando en todo ese extraño momento, lo que le dije a Sebastián Colligwood era verdad, no sabía quién era Miriam Mendoza y no entendía por qué había escrito ese nombre.

2

El fuego que alumbraba trémulo aquel misterioso paraje, era testigo del relato de un anciano de días que contaba en ininteligible lengua el fin de los tiempos, después de que las almas codiciosas desollaran a la tierra para satisfacer toda clase de adquiridos apetitos. Mi-Koon de espíritu bélico proclamó que no existiría alma humana que viera esto sin dar la pelea por defender  a su tierra, que los mismos dioses habitantes del bosque serían guardas contra semejante aberración.  Ha-Rak de talante más reflexivo no decía nada, sólo imaginaba los alcances de tan perturbadores sucesos. Su ser se constreñía empujado por un coraje en su alma continuamente reprimido; su voz rara vez se lograba escuchar, más que para dar una cortés anuencia al anuncio de cualquiera de sus acompañantes, no importaba si era su  aguerrido hermano o cualquiera de los pocos habitantes de aquel lugar.

3

Los ojos llenos de lágrimas de Miriam, perturbaron un poco a William, este le pregunto por lo que le sucedía,  el semblante de ella cambio por una mirada no contemplada anteriormente, unos ojos encendidos por lo que parecía una ira desbordada le apuntaron cual dagas para que su voz finalmente dijera: ¡Hay que matarlos, hay que matar a mis padres! y así podremos casarnos, ellos nunca nos darán su anuencia, es la única forma que hay. Lo haremos esta misma noche en la cena.

La escalofriante propuesta espantó a William y trato de mediar para encontrar una solución menos dramática a toda la situación. Él no reconocía a la mujer que había hecho semejante propuesta, no era la tierna persona de la que súbitamente se había enamorado, no estaba dispuesto a cometer tal locura aunque el amor que sintiese por ella fuese muy grande. Trató de disuadirla pero no lograba convencer a ese ser trastornado y fuera de sí en el que se había convertido su prometida. El ambiente se tensaba cada vez más, las propuestas se tornaban cada vez más iracundas y carentes de racionalidad; entre toda esa abrupta escena se abalanzó Miriam contra William con un objeto semejante a un adorno de su habitación, lo intentó golpear, pero él la contuvo con  su brazo, el forcejeo los llevó al suelo, William la trato de contener con todas sus fuerzas, hasta que logró reunir el coraje necesario para empujarla con tal magnitud que fue a parar a un par de metros de él, donde sin que nadie lo notase salió expelida una pequeña piedra de su vestido. Se escucho un sollozo y una súplica por el perdón ante semejante acto. Para ese entonces todo ese ruido había llegado a los oídos de los padres de Miriam, quienes finalmente subieron a la habitación para examinar la situación, encontrando una perturbadora escena con su hija sollozando y el cuarto en desorden. Era la excusa que necesitaban para correr a William de su casa y de sus vidas para siempre. Con insultos y palabras obscenas fue despedido del hogar de los Mendoza. William trató de explicar las cosas, pero no podría decir los macabros planes que tenía su hija, así que optó por irse. Levantó su cartera y sus llaves que habían caído por todo aquel zangoloteo, sin fijarse correctamente por los nervios, tomó la figurilla que había salido del vestido de Miriam y se dispuso a salir de la habitación. 

2

…Un ruido, como el rugido de diez jaguares cimbró la calma bulliciosa de aquel bosque, se escucharon prontamente llantos y quejidos de dolor, tres mujeres corrían ensangrentadas y con terrible espanto en sus ojos, tras de ellas se podía ver a algunos como hombres que reían mientras hablaban entre sí con talante burlón. Su piel carecía del color de la tierra, y sus rostros estaban cubiertos por un pasto tupido color oro, color rojo y color oscuro; sus cuerpos y sus cabezas eran de plata en muchas de sus partes. Una lanza atravesó la garganta de uno de ellos, chorros de sangre emanaron de aquel pálido gañote. Frente a ellos Mi-Koon enardecido luchaba, buscando hacerles daño con sus brazos, con sus puños, con cualquier parte de su cuerpo. Aquella lucha duro apenas un poco, rápidamente una lengua brillante cercenó por completo el torso de Mi-Koon para dejar ver sus entrañas. A lo lejos su hermano Ha- Rak logró ver estos horrorosos hechos, angustiado corrió hasta llegar a quienes producían todo aquel mal, con sus puños buscó sus cuerpos con poco éxito, lo rodearon para apresarlo. Mancillaron su alma y su cuerpo, el dolor recorrió cada fibra de su ser, la sangre brotó por cada sitio y recorrió todos los surcos de su cuerpo; sus ojos se humedecieron, se secaron y se volvieron a mojar en un ciclo de interminable agonía. Finalmente, tras continuos actos de tortura y humillación, el cansancio llegó a los cuerpos de sus verdugos, buscaron degollarle, pero a alguien más se le ocurrió dejarlo con vida, amarrado a un árbol robusto. Pensaron, quizás muera de hambre, quizás una bestia lo devore. Otra persona pensó en  sujetarlo de cabeza; eso produjo hilarantes comentarios en una lengua extraña.  Así lo abandonaron.

El día murió, la noche también, pero Ha- Rak no entregaba su esencia al bosque, sorbía agua que escurría de la lluvia, así estuvo por seis amaneceres, en el último de estos, su esperanza se desvaneció, de su ser brotaba rabia, dolor, desesperanza y tristeza. A un costado de sí, vio una piedrecita, en su delirio le pareció comestible, con la boca la tomó, mordiéndola con gran fuerza, lacerando sus dientes que raspaban la roca, creando surcos en su imaginación, buscó engullirla, pero aquella piedra solo logró llegar a la mitad de su garganta, donde esta le cortó la respiración. Sus ojos vieron por última vez ese cielo eternamente nublado y él murió, ahí, atado a ese árbol.

3

Los padres de Miriam abrazaban amorosamente a su desconcertada hija, quien sollozaba sin ánimo. Un grito de la madre de Miriam se escuchó, seguido de un quejido de dolor y una mirada de espanto; en tan sólo unos segundos, Wlliam Collingwood degollaba al padre de Miriam, para continuar con su madre. Miriam estaba estática, paralizada por el miedo, llegando él a ella, pronunció un incomprensible dicho, para después golpear a Miriam con desquiciada saña.

No hubo más testigos que presenciaran este acto de horror. El tiempo acomodó las cosas a favor de William Collingwood, se hizo de la fortuna de la familia con gran habilidad, más que por avaricia para cubrir un crimen, en un momento del que nunca más habló, hasta aquel día en  el que en total estado de ebriedad, confesara su crimen a  su propio hijo; todo ello con el escalofriante detalle de un alma que busca la redención. Sebastián, su hijo, nunca más volvió a sugerir el tema; moriría en la memoria de ambos. O al menos, eso creyó.

1

Sebastián repasaba en su cabeza todo lo ocurrido el día anterior, pensó en mil caminos por los que ese empleado suyo se había enterado, y ninguno de estos le convencía. No habría forma, a menos que su padre, así como se lo contó a él, se lo hubiese contado a alguien más, sin embargo esto le pareció algo poco menos que imposible, conocía tan bien a su padre. Todo esto estimaba, pondría un peligroso panorama para su padre y para él mismo. Algo tendría que hacerse.

Abrí los ojos, estaba desorientado y con un fuerte dolor de cabeza, me encontraba amordazado y maniatado con cuerdas que parecieran nunca haberse usado. Escuche una voz familiar, era la voz de Sebastián Collingwood, quien le disparaba con un revólver a dos tipos de muy mala facha, mientras les decía algo que no entendí. Comencé a recordar y esos tipos eran los mismos que me habían abordado en la salida de mi casa, teniéndome en toda esta penosa situación. No entendí el por qué de todo esto, por qué Sebastián les disparaba, por qué me habrían secuestrado y llevado a ese lugar parecido a una finca, por qué ahora Sebastián se acercaba a mí con un aire decidido, no obstante nervioso. Me puso el revólver en la frente y me dijo: así es esto. En un instante todos mis pensamientos se entrelazaron en una ilógica secuencia muy parecida a un sueño, imágenes abigarradas se fundían en una vorágine sinsentido. Todo empezó a carecer de armonía y orden para ser sólo ruidos, luces y colores sin forma. Un manto oscuro cubrió todo y un silencio total sobrevino.

Cristián había muerto.

Era una tarde nublada como las que siempre hay en ese lugar de espíritu aún un poco verde. Un rancho que antiguamente fue el sitio donde existió un gran aserradero que decapito el bosque casi en su totalidad.

Sebastián vio la tierra floja a un lado de lo que un día había sido un majestuoso árbol de centenares de años, y del que sólo quedaba un tronco marchito. Cavo junto a este una gran fosa, cargo uno a uno los cuerpos de las vidas que había tomado, revisó sus bolsillos, encontró en ellos solo papeles sin valor, notas, recados; en el saco de Cristian notó algo duró, estaba una pequeña piedra de extraño semblante, si se le ponía atención podría decirse que tenía la figura de algo, la guardó sin darle mayor importancia, y arrojo el cuerpo junto a los otros para después cubrirlos con esa tierra húmeda.

Caía la noche y el silencio parecía total, Sebastián se sirvió una copa de vino que le supo a sangre, se sentó en un acojinado sillón de piel, y mientras sorbía, jugueteaba con esa piedrecita, lanzándolo hacia arriba y volviéndola a cachar. Le pareció que llamaron a su puerta, era uno de los peones que trabajaban y cuidaban el lugar, que viendo la luz encendida fue a ver si todo estaba en orden. Sebastián le dijo que todo estaba bien, le dijo que se fuera, arrojándole en ademán de juego la piedra encontrada en el saco de Cristian. El peón le sonrió maliciosamente, dejando entrever sus deteriorados dientes, su negra mirada apunto a los ojos claros de Sebastián y pronunció una despedida:

Buenas noches, que descanse señor, “Cristian”. Sebastián dejó caer su copa, encontrando el suelo, produciendo un chirriante sonido que rompió aquella insonora atmósfera. Tras esto, el trabajador en un instante golpeaba con una hacha el cráneo de Sebastián como si de un árbol se tratara. Tras ello, sin prisa y como si nada hubiese ocurrido, el peón se fue cantando en su dialecto, perdiéndose en la oscuridad de esa noche.

Autor: revistailpensiero

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